Chira-Soria y la memoria de un barranco

Desde Las Ñameritas hasta la sombra de la Cruz de San Antonio la mula de Juan el de Aparicio -natural de Cueva Grande, pero avecindado en el término de Tejeda- iba al trote, a sabiendas que le quedaba aún camino para abordar la pendiente pegada al Salto del Perro. Y, desde allí, la bajadita hasta Barranquillo de Andrés, con sus casitas entejadas y sus huertas de frutales. Juan trajinaba mercancías desde la Cumbre a la Costa: a la ida, quesos y dulces de almendra; a la vuelta, pescado jareado. En eso anduvo hasta mucho después de lo de la Guerra, de tal manera que fue testigo de la construcción de las presas.

Yo tuve la suerte de hacer con Juan y su animal parte de aquel recorrido a principios de los años 80, en un remedo de aquellos viajes en los que nuestro amigo hacía memoria siguiendo las venas del barranco, un corredor natural de culturas rurales cuando las carreteras eran rayas de tierra. Hasta él me había mandado Lothar Siemens para grabar su canto de arriero; y es que Juan cantaba con un sentimiento que amansaba a las bestias. En el atardecer de aquella pesquisa, cuando se divisó el Barranco de Arguineguín y su voz se elevó entre aquellas oquedades como un grito eterno, el barranco nos enseñó su inmensidad pétrea.

El Shangri-La de la Gran Canaria se encuentra allí, en aquellas venas abiertas de su geografía, la que va desde el Barranco de Fataga hasta la cuenca de La Aldea. A muchos de los nacidos en la isla redonda sólo les basta saber, aunque sólo lo visiten ocasionalmente, que buena parte de aquel virginal manto de pinares y monte es un refugio en la ensoñación de una isla que un día fue un todo de verdor y espesura.

Pero volvamos al presente. Oswaldo Guerra es un respetado intelectual grancanario, con no pocas aportaciones al conocimiento y estudio de la literatura isleña. Desgraciadamente -aunque esto es una opinión personal- no puedo decir lo mismo de su paso por la Dirección General de Cultura durante la primera legislatura de Antonio Morales como Presidente del Cabildo grancanario. Subrayo estos dos hechos porque para mí ninguna de esas dos circunstancias lo habilita o descalifica para ejercer su libre derecho a expresar públicamente su opinión sobre el megaproyecto de Chira-Soria. Esa es una práctica que podemos y debemos ejercer todos, cuando lo entendamos necesario para nuestra salud como sociedad democrática, más allá de nuestros deberes y haberes.

Por eso me extraña sobremanera, salvo que Guerra escriba al dictado de alguien o desconozca los pormenores del relato, algunas de las aseveraciones que – a mi juicio, de forma poco respetuosa – vierte en un artículo publicado hace unos días en este mismo medio. Se refieren en concreto a las intenciones y el carácter del discurso de las personas que formamos parte de la plataforma ciudadana que se ha creado para ofrecer a la ciudadanía de Gran Canaria una lectura muy distinta a la de la maquinaria publicitaria que el Cabildo grancanario ha puesto en marcha en estos últimos meses. Una maquinaria costeada generosamente desde las arcas públicas y uno de cuyos fines es el de vender las presuntas bondades del proyecto de la Central hidroeléctrica a construir en el Barranco de Arguineguín.

Nos acusa el articulista, o lo hace con parte de aquellos que tienen serias dudas acerca de ese proyecto – y cito textualmente-, de “ver solo y exclusivamente el lado negativo, sobre todo sin haber leído una sola palabra del proyecto”. Hay algo que Antonio Morales repite como un mantra en cada una de sus apariciones públicas cuando se le pregunta por la oposición ciudadana al proyecto de la Central hidroeléctrica de Chira-Soria: a su juicio, el proyecto ha sido suficientemente informado a la opinión pública. Y no es toda la verdad; no en los detalles que interesan para evaluar el tremendo impacto ecológico que producirá su proyecto en aquel privilegiado paisaje en caso de llevarse a cabo; tampoco qué estudios científicos, concretos e imparciales, sustentan el supuesto ahorro energético y los beneficios contra el cambio climático de su megaproyecto porque, a día de hoy, no se conocen.

En primer lugar, lo que hemos sabido del proyecto desde la Plataforma lo hemos tenido que ir averiguando a cuentagotas porque el Cabildo se ha negado a informarnos de los pormenores del mismo a pesar de que se le ha solicitado oficialmente. Decimos pormenores porque una obra de ingeniería civil de estas dimensiones obliga a unas sinergias en infraestructuras que van más allá de las referidas a la intervención constructiva en el entorno de las presas (carreteras, edificios industriales, desaladora, grandes vías de tuberías, etc.).

Incluiremos aquí un detalle que no es banal: la opacidad que rodea a los estudios y encargos técnicos sobre la idoneidad en seguridad de esas antiguas infraestructuras por parte del Consejo Insular de Aguas, organismo dependiente del Cabildo bajo el cual está el mantenimiento de las mismas; es un asunto finamente estudiado y denunciado públicamente por Jaime González, miembro de nuestra Plataforma. Sí conocemos a día de hoy datos muy relevantes del proyecto general publicados por Red Eléctrica Española, la multinacional que ejerce de pata privada en la operación.

Para no entrar en detalles técnicos que cansarían a los respetables lectores, el proyecto recoge el levantamiento y construcción de más de una treintena de torres de alta tensión desde la ubicación de las presas hasta la costa de Arguineguín; algunas de ellas tendrían la altura de un edificio de 26 plantas. También ese documento especifica el horadamiento de una caverna en un margen del barranco a la que en el propio proyecto se le titula como “La catedral”; esto es porque dentro de ella cabría la Catedral de Las Palmas. Por no hablar de la intervención sobre cinco espacios de primer orden medioambiental protegidos por la Red Natura 2000 y contenidos en el ámbito de protección de la Reserva de la Biosfera…

Y así un suma y sigue que el profesor Guerra, mientras nos entretiene con una prosa poética envidiable, cataloga como “histrionismo y catastrofismo” por parte de los que nos oponemos al que consideramos que sería uno de los mayores atentados ecológicos producidos en una isla machacada históricamente por inadecuadas decisiones políticas en materia medioambiental.

Pero hablemos de lo importante: ¿Cuáles podrían ser las alternativas, desde el campo de la ciencia, al proyecto de la Central que, a día de hoy, se nos vende desde la institución pública más representativa de la isla como la única alternativa para asegurar la eficiencia energética de Gran Canaria en los próximos decenios? Las alternativas a este ecocidio no solo existen, sino que ya están siendo desplegadas. Las instalaciones renovables ya no necesitan Chira-Soria, sino que tienen capacidad de incorporar sus propias capacidades de regulación.

De hecho, el Gobierno de Canarias ya promueve y favorece el almacenamiento distribuido a través del programa Solcan. También la contribución del vehículo eléctrico supone el despliegue masivo de una capacidad de almacenamiento que multiplica varias veces la de ese proyecto. Por no hablar de la digitalización y gestión inteligente del sistema insular, la incorporación de las energías marinas y geotérmicas o las soluciones que el hidrógeno comienza a plantear ya en el campo de las energías limpias.

Se ha publicado recientemente la implantación en el Puerto de la Luz de un parque empresarial industrial que abordará en breve la construcción de sistemas de producción energética vinculados a los parques eólicos marinos. En la misma rada del Puerto este rotativo anunciaba días atrás el atraque de un prototipo con el que un consorcio europeo prueba en las aguas de nuestra isla una planta solar marina flotante. Además, especialmente por parte del Cabildo, habría mucho más que hacer en Gran Canaria en cuanto a la implantación de placas solares en todo el parque de edificios públicos existentes en la Isla.

Dicho esto ¿Porqué tenemos miedo a un debate civilizado en el que lo que se persiga sea nuestra real autonomía energética? No pocos expertos coinciden en que Chira-Soria representa el continuismo del viejo modelo centralizado, que queda siempre en manos de las multinacionales. Es la hora de aprovechar el cambio tecnológico para recuperar nuestra soberanía energética, pero con otro modelo más limpio, más barato para el contribuyente y más justo.

La venta de lo que el Presidente del Cabildo considera como su proyecto-estrella conlleva, además, un discurso que agrada lógicamente a nuestro frágil sector agrario y a nuestra depauperada laboralidad: sostiene que el agua desalada se dispondrá para los agricultores de la Cumbre y para apagar los previsibles incendios (nosotros defendemos que el agua de la Cumbre se quede para la Cumbre y que el agua de la Costa se quede en la Costa); o más trabajo (¿Cuánto para los grancanarios? ¿De qué tipo? ¿Qué empresas locales accionarían en él?)  ¿Porqué este argumentario se repite en las tribunas políticas isleñas desde hace decenios, en una constante de imaginación plana, cuando se pretende justificar el sacrificio de nuestro frágil territorio?

Por eso causa risa -que no asombro- los intentos de desprestigiar a un movimiento ciudadano que, sin ayudas de ningún tipo y contando sólo con la buena voluntad y los magros recursos de cada uno de sus miembros, ya ha ganado una batalla inimaginable hace unos meses: colocar en la calle el debate sobre la oportunidad de este megaproyecto.  Un debate que pretendíamos inicialmente con la participación de científicos de prestigio internacional y que – hay que volver a recordar para quien tenga oídos neutrales- se le planteó con toda corrección hace año y medio al Presidente del Cabildo como absolutamente necesario.

Un debate que se preocupó por la evidente obsolescencia de un proyecto pensado desde hace más de una década y que fue cuestionado en aquella interpelación pública por gentes de una honestidad y un servicio a Gran Canaria más que probado: hablo de Antonio González Viéitez, de Faustino García Márquez, de Rafael Inglott y un largo etcétera de hasta 70 respetables ciudadanos y ciudadanas preocupados por la importancia del asunto para nuestra isla natal. Morales rechazó entonces, con cajas destempladas, ese debate.

El Presidente del Cabildo grancanario ha conseguido algo que ningún político ha logrado desde la aparición de las luchas medioambientales en Canarias con el tema que nos ocupa: ha dividido al movimiento ecologista, tan renuente históricamente a contemporizar con los poderes públicos. Por encima de todo ello persiste nuestro respeto a posiciones contrarias a nuestros razonamientos; pero que no se juegue, ante quienes argumentamos diferente, al descrédito social desde las instituciones y los aparatos de los partidos políticos y a las campañas que buscan lo que se ha dado en llamar “la cultura de la cancelación”, una especie de muerte civil que emplea el Poder con los disconformes.

Mientras, propongo al profesor Guerra que dejemos a galgos y podencos entre las páginas de la fábula cortesana de nuestro Iriarte y convoquemos al espíritu cantor de Juan el de Aparicio, el humilde arriero que cantaba en las noches de luna nueva atravesando el barranco con su mansa mula. Quizás él nos pueda dar algunas respuestas sobre el valor de aquella memoria y de aquel paisaje.

Publicado en Canarias7 el sábado, 30 de Enero de 2021. Fotografía: Construcción de la presa de Soria (anónima)

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Cultura en cuarentena

En los tiempos que corren nada deber ser fácil para quienes les ha tocado el infortunio de legislar y tomar decisiones desde sus responsabilidades públicas. Decisiones que afectan al común, colgando sobre sus cabezas una espada de Damocles que amenaza, semana tras semana, con un descontrol en la expansión de una enfermedad de la que aún no se sabe todo.

Aquí, es las Islas, se confirman día tras día los peores augurios que sostenían desde hace meses mentes privilegiadas de la información mediática y económica: cierre de los mercados turísticos internacionales– principal motor productivo del Archipiélago – y amenazante panorama laboral para miles de familias en un futuro más que próximo. En cascada se están produciendo inevitables sinergias que afectan, transversalmente y de forma dramática, a buena parte del tejido social isleño.

Así que en ese sombrío escenario defender la necesidad del mantenimiento de actividades culturales se convierte, a priori, en un ejercicio de manifiesta incomodidad para quienes las crean.  Esa incomodidad se extiende a aquellos pocos que, desde instituciones  culturales públicas, se han atrevido a programarlas o a intentar promoverlas.

Flota en el aire una especie de estigmatización del sector que va a tener consecuencias graves; sobre todo en torno a una premisa fundamental en este relato que, por repetida en los últimos tiempos, no deja de tener valor: dejando a un lado sus consabidos valores espirituales, detrás de la acción cultural profesional existe una economía que no puede ni debe despreciarse porque también aporta riqueza económica y laboralidad al país. Sobre esas actividades, alimentadas por el público que las consume, existen numerosos puestos de trabajo –en verdad acosados desde siempre por una precariedad histórica- que no se circunscriben sólo a los artistas que se suben a un escenario.

Hablamos de quienes diseñan publicitariamente una campaña para esa obra de teatro o concierto; de personas que trabajan en pequeñas productoras organizadoras de los mismos; de empresas especializadas en infraestructuras y servicios de sonido y luminotecnia o de personal externalizado en los teatros y espacios escénicos públicos donde se produce esa actividad. Y, por último, de un ambiente de consumo en servicios que se produce en el entorno de los lugares donde se celebran esas actividades (bares, restaurantes….) muy destacable en términos de economía local.

El argumento de aplicación de medidas contundentes para salvaguardar la salud pública es irrebatible en una crisis pandémica. Pero las estadísticas, que se han convertido en un arma de planificación recurrente desde los poderes públicos ante las acciones a tomar contra la expansión del Covid, hablan por si solas: ninguno de los focos de transmisión colectiva en Canarias se han registrado en las actividades culturales que se han podido realizar en estos meses. Así ha ocurrido también en ciudades de la civilizada Europa (recuérdese un llamativo titular periodístico de estos días: “El festival de Salzburgo cierra con un 96 % de ocupación y cero contagios”).

Y esto no nos sorprende a los que participamos de la acción cultural en Canarias; hemos tenido la suerte de sumarnos a alguna de las pocas actividades permitidas al sector en estos meses y hemos comprobado que la aplicación de protocolos sanitarios en los espacios escénicos está siendo ejemplar y de una eficacia que ya se puede dar por testada.

La aplicación de las normativas dictadas por el Gobierno canario en el territorio de su competencia en el ámbito de las actividades culturales parecen sujetas a una rigidez que no se explica solo con el prioritario cuidado sanitario de toda la población; porque el mismo gobierno  asume en la práctica la necesidad de intentar salvar lo que se pueda del tejido laboral permitiendo otras actividades profesionales, en principio igual de aparentemente riesgosas, en mitad de una crisis sin precedentes. Por ejemplo, la utilización habitual de un mínimo del 50 por ciento de ocupación en aforos escénicos no debe parecer una petición alocada del sector si se implementan las garantías sanitarías requeridas para cada caso. De trasfondo se dibuja una necesidad laboral y empresarial mínima que ayude a sostener puestos de trabajo que, si no, se irán a la cola de las prestaciones sociales.

En otro orden de cosas, hemos aplaudido en su momento la rápida respuesta del departamento cultural del Gobierno canario con las primeras ayudas al sector. Pero es el momento de afilar el lápiz porque el escenario de los próximos meses, a tenor de las recaudaciones de impuestos que nutren los presupuestos públicos,  va a ser muy complejo. Apoyar la emprendiduría cultural en las islas significa, más que nunca, aclarar el panorama entre afición y profesión si no se quiere salir de esta crisis retrocediendo decenios. Por mucho que cueste partir ese melón, es responsabilidad de aquellos que ostentan esas responsabilidades desde lo público.

Terminamos insistiendo en la necesidad, durante los próximos meses y en el próximo año, de blindar el mercado cultural canario allá donde intervengan presupuestos públicos porque la situación de urgencia en muchos de nuestros creadores así lo requerirá. Coordinación institucional, activación de circuitos, imaginación programática con lo local ante la modorra burocrática, apertura generosa de los espacios escénicos públicos y sus recursos a las  producciones locales y movilidad entre los territorios insulares son, más que nunca necesarios en cuanto lo permita la situación sanitaria; en suma, trabajo y no regalías.

Llegados a este punto, tómese nota de lo ocurrido en el festival de Jazz de San Sebastián, programando sólo a intérpretes españoles en esta edición (suponemos que nadie acusará a sus organizadores, a propósito del palmarés histórico del festival, de aldeanismo);  la apuesta del Temudas de Las Palmas convocando a producciones isleñas es también muy loable.

En cualquier caso, sin querer pecar de alarmistas, lo que suena ahora es el silencio; ese silencio extraño que precede a un tsunami; y haríamos mal en engañarnos al creer que habrá suficientes azoteas para guarecerse de la inminente subida de las aguas. Por eso es tan importante que poderes públicos y emprendiduría privada isleña vayan de la mano, poniendo en valor la cultura hecha en las Islas allá donde haya un hueco para construir esperanza.

Publicado en La Provincia-Diario de Las Palmas el 9 de Septiembre de 2020. Foto anónima.

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El pasado me escribe una postal

Ya no recuerdo cuando se me metió en la cabeza la idea de hacer un musical  teniendo como protagonista a Néstor Álamo y sus canciones; han trascurrido casi tres décadas. Sin embargo, aún retengo en mi memoria lo que me animó a escribir su guión: fue a raíz de visionar un documental que sobre el personaje había rodado Pedro Siemens, en los años 80 del pasado siglo, con su habitual y corajuda artesanía de medios. En su insustituible obra documental, Peter utiliza la cámara con la curiosidad de un antropólogo; le cautivan tanto los sujetos de sus pesquisas cinematográficas que termina auscultándolos durante meses, con paciencia de ebanista y tozudez germánica, hasta dar fin a sus rodajes alentado por encontrar respuestas al milagro de personalidades que le resultan fascinantes por su creatividad.

Y allí estaban retratados, en aquellos rollos de 16 mm. coloreados en tono de cinemascope, Néstor Álamo, sus mundos y sus paisajes. La deconstrucción del personaje era asunto imposible para cualquiera porque el protagonista se había encargado, posiblemente desde temprana edad, de fabricarse en leyendas y de ficcionarse en cuentos. Cuentos y anécdotas, reales o fantasiosas, que el  escritor regalaba a visitantes asiduos de su taller en la calle de La Peregrina como quien ofrece  abalorios a indígenas a punto de ser conquistados. Pero la película de Peter Siemens consigue al menos, que no es poco, detallar la cronología de los mismos y escenificarlos en estampas ambientales, algunas de ellas impagables; recuérdese a Néstor –para quien haya tenido la suerte de disfrutar del documental- hablando junto a la tumba que encargó antes de su fallecimiento o discurseando, mientras el sol se apaga a sus espaldas, sobre la majestuosidad de las cumbres de su isla natal.

De tal manera que gracias a la proverbial generosidad del cineasta, no me costó escribir el libreto de “Querido Néstor” porque la fuente de la que bebía era muy potente y referenciaba visualmente su ideario y pensamiento (no podemos imaginar haberlo escrito con Álamo aún vivo; lo intempestivo de su carácter hubiese sido un difícil hándicap). Igual ocurrió en la elección de temas de su cancionero: el propio propósito actoral pedía unas u otras canciones. Ayudaba el hecho de que sus primeras composiciones nacieron a la sombra de las Fiestas Pascuales de su homónimo y admirado Néstor de la Torre, así que ya llevaban en su seno el vestido azarzuelado de su impronta teatral.

En cualquier caso, a medida que profundizaba en el conocimiento de la biografía y obra del intelectual guíense, se evidenciaba la complejidad del personaje y de su época. Ese meandro de historias silenciadas acerca del poder cultural que llegó a ejercer en una etapa muy comprometida de la historia insular, su fecundo autodidactismo, el rumor de la apropiación indebida de parte de los derechos autorales en sus canciones, su obstinación por una escritura –a nuestro modesto entender poco reconocida en la literatura del país -que pulsa la cuerda de lo local para extraer un sonido con la resonancia de lo universal, o su oculta intimidad sexual en realidad esperan por un novelista y una novela de cierto fuste e imaginación regental.

Pero nuestra intención a la hora de abordar aquel Musical debía ir dirigida a otros sentimientos, los más reconocibles para el imaginario local y sus mitos de andar por casa. De tal manera que escribí pensando en el público y en uno de los más nobles propósitos de Álamo, aquel que me hacía comprenderlo y complicarlo en el origen de mi vocación como compositor de canciones: Néstor entendió que a la construcción cultural de Canarias como país, de entre todos sus órdenes, también se le debía sumar la creación de una canción propia, que él imaginaba surgida del cancionero tradicional, pero que deseaba enaltecida estilísticamente en sus textos y melodías.

Por otro lado, intuimos que para “Querido Néstor” había que desvestir sus creaciones musicales con la intención de redescubrir su esencia más pura. Habían transcurrido muchos años desde que fueron bautizadas, grabadas y popularizadas por María Mérida y,  especialmente, por Mary Sánchez, de tal manera que tenían a sus espaldas el ambiente sonoro de otra época y otros gustos en su producción y arreglos. Quizás este fue también un hallazgo fundamental –junto a las delicadas orquestaciones del ya fallecido músico argentino Carlos Montero y del canario J. Mario Rodríguez, la dirección musical del recordado Maestro y compositor Juan José Falcón Sanabria, las vibrantes interpretaciones de quienes le dieron voz en el Musical y la imaginativa y extraordinaria dirección escénica de Eduardo Bazo- que en parte explica el rotundo éxito popular de la obra.

Estamos a tiempo de completar esta última afirmación: todo aquello –la locura que se apoderó del público por conseguir una entrada, los aplausos interminables tras cada representación o la catarsis colectiva de espectadores y actuantes a lo largo de veintidós funciones a teatro lleno- fue un logro de muchos (actores, técnicos, coristas, vestuaristas, escenógrafo, bailarines, músicos de foso…) en un ambiente muy distinto al de hoy, entonces lleno de ingenuidad y entrega pero con las justas dosis de profesionalidad.

Es obligado recordar  también a Pepe Mendoza, a Miguel Cabrera, a Pepa Luzardo, al fallecido Miguel Pizarro, a Piti Alarcón, a Pedro Lezcano, a Guillermo García Alcalde y a su gente de Editorial Prensa Canaria; todos ellos se volcaron en el apoyo mediático e institucional necesario para levantar el telón con la expectación debida y superar dificultades ya olvidadas.

Aquella experiencia nos curtió de tal manera que me animó a profesionalizarme y a emprender aventuras de producción en países y escenarios de tres continentes, además de haberme comprometido a seguir ideando espectáculos donde el talento canario es el principal protagonista. Sin embargo, añoro de aquella emocionante experiencia de vida a cada uno de los que ya no están entre nosotros, amén de la entrega y confianza de todos los que participaron, permitiendo que los arrastrara hacia un territorio hasta entonces inexplorado en la frágil escena teatral canaria de aquellos años.

Aún me preguntan, por la calle, cuando volveremos a levantar el telón de “Querido Néstor”; es verdad que tuvo una reposición y una segunda parte también muy exitosas, pero cuesta enfrentarse al recuerdo de aquel tsunami emocional que fue su estreno y que, de alguna manera, cambió mi vida; aunque como dice el poeta, “a veces el pasado me escribe una postal”.

Publicado en La Provincia-Diario de Las Palmas el Domingo, 7 de Junio de 2020. Fotografía de Pedesiero.

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La luz dormida

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Ahí andan, arrastrando el carrito de la compra, urgiendo a los cielos un poco más de tiempo para llegar a la esquina y doblar con otra calle que los llevará hacia el supermercado. Apuran su dignidad de vidas con un silente gesto, el que lleva las manos a sus cabezas para peinar sus canas.

Son aquellas y aquellos que obraron el milagro de la Canarias actual: niñas y niños de la posguerra, acunados entonces en cajas de tomateras, en cestas de mimbre, en sombras de tuneras. No salen de su asombro; y mientras observan atónitos el caudal de noticias de estos días en el televisor de casa,  comienzan a recordar aquellos años negros, aquel cielo plomizo, aquella hambre humana.  Y temen por los suyos, por sus hijos, por sus nietos, por los amigos de estos y aquellos ante un futuro que se dibuja incierto, frágil, iluminado otra vez, como cuando niños,  por la luz dormida.

Fueron todos valientes, héroes en aquella supervivencia encerrada entre mares: cambulloneros en los muelles; poceros en los pozos de agua; campesinas en las pocetas de berros; contables en las oficinas de los bancos; tenderos en las tiendas de aceite y vinagre; picapedreros en la construcción de carreteras; tomateras entre surcos y cañas; zapateros remendones; pastores en las cumbres altivas; amas de casa en la hacendosa urdimbre de los días; roncotes en la Costa africana; maestras en las escuelas rurales; poetas que querían salir de pobres; linotipistas en los talleres de los periódicos; alfareras haciendo rodar las piedras de la estirpe antigua; aprendices de Fígaro en las barberías; comerciantes entre la extranjería y el Puerto; arrieros en  los lomos de sus bestias; empresarios en la modesta importación; conductores en los coches de hora; maestros herreros en las artesanales fundiciones; comentaristas radiofónicos del deporte isleño; proyeccionistas en los cines de barrio; costureras con una tristeza de hilo; obligados emigrantes hacia la América infinita…

En las orillas y tierra adentro; en las ciudades y en los pueblos; en los barrios y los pagos de Canarias. Todas y todos ellos fueron héroes de nuestra condición insular, levantando el país, construyendo el país para la generación que los sucedió, que heredó dádivas, panes y peces sin preguntarles nunca porqué ese silencio sobre el pasado.

Hoy lo recuerdan y temen ellos por nosotros. Porque el de ellos escapó de aquella luz dormida que inundaba el callejón, obligándolos a caminar casi en sombras mientras soñaban en una islas con cielos de buganvilla. Aquella luz que sólo podremos asustar mirándonos en ellos, en su esfuerzo, en su sacrificio. Es la hora cierta de la solidaridad y de seguir su ejemplo. Es la hora de volver a buscar la esperanza en el mar de sus almas.

Publicado en La Provincia-Diario de Las Palmas el 16 de Abril de 2020. Fotografía de Ascanio

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Piélago

De cualquier valla salta un ratón», dice el popular estribillo de una de las canciones de la recordada Fania, aquel conglomerado de estrellas nacidas a la sombra del brilli brilli y los pantalones de campana en las calles del Bronx latino de los 70. Así ha sido con Carlos Cabrera Suárez, más conocido en los ambientes artísticos que transita como SaoT ST. Para quien aún no lo conozca, Carlos es uno de los realizadores de vídeos musicales más transgresores e inquietos del panorama contemporáneo español.

Cuando joven Carlos inició sus inquietudes artísticas como rapero; así que podemos estar tentados -para los que tenemos años a la espalda, gustos musicales más conservadores y nacimos en el prehistórico mundo analógico- a observar su biografía profesional con cierta condescendencia. Y nos equivocaríamos de plano porque nos encontramos ante un autodidacta que ha sabido construir un discurso creativo que combina a la par ética y estética desde una independencia más que envidiable.

Su última aventura creativa, sin más ayuda que las ganas de explicarse a sí mismo y a los del frágil gremio de sus inicios, es un documental que acaba de presentar en las Palmas de Gran Canaria, su ciudad natal. Se titula acertadamente Piélago y aborda, a través de múltiples voces entrevistadas en el mismo, el complejo espíritu, las contradicciones y los logros de quienes desde Canarias han querido, a través de diversos estilos, hacer de la música su profesión. En principio en lo grabado puede parecer que sobran o falten voces, o muchas estén signadas en su mayoría a una de las islas capitalinas, pero hemos de suponer que el carácter de autoproducción y la falta de apoyos sobre el proyecto han marcado estas decisiones.

Sin embargo, los testimonios son entrecruzados de tal manera por el realizador que terminan por dibujar perfectamente la fatalidad, la constancia y los sueños de un proceso creativo al que le faltó adjetivar su geografía; bien es verdad que fue siempre huérfano de una canal de distribución natural, mientras le sobraba instinto artístico y talentos a pesar de su distancia con los centros neurálgicos de la industria musical mundial.

Y esta radiografía sentimental de un deseo que surge en unas pequeñas islas en mitad del Atlántico, que se hace más colectivo a partir de la década de los 60 del pasado siglo y que tiene en sí mismo la semilla de su pecado original ( Morir de éxito en Canarias, subtitula el autor con acierto a su documental), se estrena en un momento muy significativo de la sustentación del cambio de modelo del negocio musical que se produce en la última década, de los procesos creativos que lo alimentan, de los formatos y aplicaciones que lo sustentan y del perfil de quienes consumen ese producto.

Cabrera/ SaoT ST sitúa el punto cero de la inicial ambición de los músicos canarios por trascender más allá de sus fronteras en aquellos años pretéritos años del rock and roll. Con acierto pone el foco sobre el fenómeno de Los Canarios, liderados por Eduardo Bautista; las reflexiones que nos regala Teddy en el documental son una iluminación, a propósito de la fecunda experiencia profesional y vital del personaje, curtido en mil batallas y con su alma dividida entre los escenarios, la producción musical, la composición y la gestión cultural.

Por momentos sobrevuela en el tono testimonial de algunos de los entrevistados una cierta autocomplacencia, olvidando que por muy mediatizado que esté el aval del público es una asignatura de obligado examen. No deja de tener razón también aquel axioma sobre el éxito, a veces fácil de obtener pero difícil de ser merecido. Por otro lado, el trasvase de protagonistas es transgeneracional y juega también un papel relevante en el discurso del documental: entre los más veteranos asoma comprensiblemente la nostalgia y, todavía, un cierto desconocimiento de las maquinarias industriales y mediáticas que limitaban sus capacidades de proyección fuera de sus islas natales.

Entre los más jóvenes, acostumbrados al pulso digital de sus días y a la autoproducción, se expresa un optimismo ligero, sin aparente asomo de preocupación. Y en verdad, si antes era una meta casi inalcanzable aparecer en una televisión de ámbito estatal por parte de un músico isleño, hoy los modelos de comportamiento mediático ayudan a que formen parte, casi siempre de forma fugaz, de esas máquinas de picar carne humana e ilusiones que se ocultan tras los concursos de talento musical que se multiplican por cadenas de televisión públicas y privadas.

De tal manera que la antigua frontera entre cultura y ocio ha quedado obsoleta, aunque aquel público que tiene la suerte de nacer con un oído musical con cierta curiosidad, se suma a esas minorías en las que aún persiste la llama del buen gusto, revisitando músicas que se niegan a pasar de moda o intentando encontrar nuevas propuestas que sirvan para alimentarle el alma.

En Canarias el presente musical, que asoma en algunos de los testimonios del documental, sin duda está mucho más desarrollado en los últimos dos decenios, también en el ámbito de las infraestructuras culturales. Sigue faltando lo fundamental: ordenar racionalmente y de una vez por todas -ajeno a caprichos políticos o de funcionarios iluminados, «dueños» de esos espacios escénicos y los presupuestos públicos que los sostienen- el mercado cultural canario («proceso sobrediagnosticado», lo llama con acierto González Jerez en una de sus columnas periodísticas).

En cualquier caso, es emocionante e inspiradora la mirada cercana, cómplice y respetuosa de un rapero derivado en videocreador empeñado en contar una pequeña historia. Una historia donde suenan de fondo músicas sostenidas sobre una columna de agua en medio del océano, en un piélago.

Publicado en La Provincia-Diario de Las Palmas el 30 de Enero de 2020. Fotografía anónima (Muelle de Las Palmas de Gran Canaria; Cambulloneros vendiendo su mercancia)

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Sobre Manrique, un guión y sus caminos

El célebre compositor de musicales Andrew Lloyd Webber, en su recomendable libro de memorias -«Unmasked” (Sin máscara) -, confiesa en tono irónico que el principal peligro al que se enfrenta un libreto musical antes de su estreno es el simple bostezo de un espectador. Y explica que la ventaja de utilizar el arte de Orfeo para dulcificar la falta de interés literario de un argumento y/o un texto, recurrente desde que en el mundo de la creación musical se inventa la fórmula cantable unida a la narración de una historia, es una excusa artística más que convincente para combatir la apatía de una platea.

Así, por ejemplo, el mundo de la ópera está sobrado de infumables libretos que contienen pasajes musicales bellísimos (salvemos, no obstante, a Lorenzo Da Ponte, que consiguió el milagro de estar a la altura de la genialidad mozartiana en las más célebres de las operas del compositor austriaco).

A propósito de todo ello, cuando comencé a escribir el libreto del musical sobre César Manrique sabía, por propias experiencias en mi pasado como ocasional libretista,  de los riesgos a los que me debía enfrentar: este tipo de personajes –muy queridos en los ambientes populares a tenor de su tremenda capacidad para conectar con la psique de la calle, amplificada su imagen pública gracias a la era de la televisión-, poseen un perfil muy marcado, transmutado al  corazón de las comunidades donde proyectaron su vida y sus circunstancias creativas.

Sobre Manrique existe también – su caso es clarividente, supongo que  a propósito de su conocida capacidad para proyectarse mediática y socialmente y a su precursor discurso medioambientalista- una notable literatura científica que aborda, ya en vida del artista, sus distintas etapas vitales y creativas, las conexiones con sus contemporáneos afines y sus motivaciones en torno a los asuntos que le preocupaban. En cualquier caso no debe estar uno sujeto, en cuanto a la escritura de un guión teatral se trata,  a la observancia y estricto ritual de lo acontecido en el sentido de que no es necesario abarcar la nota de página.

Además, el solo hecho de tener que compendiar una existencia tan vivida como la del protagonista, comporta un problema a tener en cuenta para la escritura de un  guión, que debe condensarse en no más de 90 minutos de escena incluyendo los correspondientes números musicales. Se escribe entonces intentando resumir el perfume de lo acontecido, y procurando “vender” al público esa emoción que flota en el aire a propósito de las texturas con que ha construido el imaginario popular al biografiado.

En nuestro caso todo comienza en Famara, donde el pintor sitúa, a poco que se le preguntara en vida, el génesis de su discurso vital y artístico. Y el trasunto poético inicial lo ofrece una playa inmensa, azotada por el viento, que viene a morir, por uno de sus lados, en un risco de imponente presencia geológica. Es, sin duda, un lujo levantar el telón en esa tesitura a efectos plásticos y de creación lumínica: la patria de la infancia y la adolescencia de Manrique están allí; allí tiene como lienzo natural para sus primeros dibujos infantiles a la arena de la playa; allí volverá en muchos veranos de su exilio voluntario; allí comparte la alegría cómplice de su entorno familiar más cercano. Se expresa todo con  una canción a la manera de un lied, que pide un voz angelical y un coro que muere en un lejano eco.

Aparece a continuación, como una flamígera ráfaga, la Guerra Civil, en la que participa como soldado en el bando rebelde, asunto que, al parecer de los que lo conocieron,  no le gustaba recordar; un ambiente de sonidos en blanco y negro y voces radiofónicas que vienen  a apagarse en un poderoso gesto simbólico que sucede en la azotea de la casa  familiar en Arrecife.

El Lanzarote del pasado rural, al que Manrique presta siempre su mirada –bien para preservarlo, bien para rediseñarlo- sirve como pantalla de fondo  para explicar la marcha al Madrid académico huyendo del que ya se entonces se le antoja como agobiante mundo insular;  en esta escena aparece por primera vez Pepín Ramírez, su amigo de siempre, su confidente en la isla. Y también un personaje clave en casi todas las escenas, que  convivirá con él desde que alimenta el deseo de triunfar en el mundo del Arte: el Diablo de Timanfaya pone  el contrapunto, pecaminoso y rufianesco, a los ideales del artista. Lo acompañará siempre un jocoso leitmotiv musical a modo de polka.

A Manrique le espera el Madrid gris y escolástico de la posguerra, las estrecheces económicas, el frío continental. Allí copia los Maestros del Prado hasta que encuentra a su primer amor. Pepi Gómez va a llenar de luz las siguientes escenas con su complicidad con el artista y con su necesidad de construir en torno a él un mundo de relaciones sociales que resuelvan sus necesidades económicas gracias a encargos artísticos de diversa índole.

Y ella participa también en una escena del ambiente marinero, coral y festivo  de los sangineles cuando César la lleva a conocer a su familia y amigos íntimos. A sus espaldas el rumor de la pacata sociedad arrecifeña de la época, que observa con crítica  a una pareja moderna y sin más atavíos morales que su amor. Las fiestas en sus casa madrileña de la calle Covarrubias son también un espacio escénico atractivo en lo coral para la teatralización, donde se completa definitivamente el sociable perfil manriqueño, tan lejano –en estética pictórica, en moda de vestir- a lo preestablecido entre la intelectualidad progre consentida por el Régimen.

El fallecimiento de Pepi es un momento de dramática lectura actoral,  musical y escenográfica dentro de la obra. Fue, a tenor de lo escrito por sus biógrafos,  un antes y un después en la vida del pintor y lo es también en el desarrollo de la trama del musical. Desde esa imagen encapsulada en el drama, saltamos al Nueva York de los 60; del dolor por la pérdida a la vorágine y el color anfetaminoso de la gran ciudad en un momento transcendental para el Arte y la cultura americana y mundial: pop-art, guerras de Corea y Vietnam y el soul, que salta de los guetos negros a las discos de moda. Allí coincide casualmente con Los Canarios; de ahí que utilicemos una arrasadora versión del popular Free your self de Teddy Bautista para ambientar ese momento, liberador en las costumbres amatorias de la época a la que se suma Manrique.

La vuelta a la isla, un  deseo que se torna obsesión por el cansancio que la Gran Manzana comienza a producir en el espíritu del pintor –las cartas de su íntimo Dámaso son el recurso que utilizaremos para narrar su impaciencia vital-, se ofrece sobre las notas de la emblemática A la Quinta  Verde de Taburiente, que canta en una nueva versión Luis Morera; una banda sonora acostumbrada en los gustos del César vivo. Es una síntesis musical del deseo, siempre en el intermedio de sus estancias en el extranjero, por intervenir en el paisaje y la mentalidad social de su isla natal.

Y aparece brevemente la cuadrilla de obreros y maestros de obra, que serán entonces los fieles acompañantes de un Manrique constructor, siempre junto a su inseparable amigo Pepín Ramírez. El aspecto lúdico, que en la vida real se contrapesa entre las fiestas de tono ibicenco en su casa de Tahiche o la actividad militante de El Almacén, está dirigido en el libreto en torno al  ritual popular del Agaete veraniego con Dámaso y Fachico el fotógrafo:  olor a pueblo, música caribeña, papahuevos, fiesta de la Rama y baños de sol.

Una breve conversación telefónica con otros de sus íntimos, el tenor Alfredo Kraus, da pie a que aparezcan  las  escenas que retratan el compromiso militante de Manrique, secundado por el movimiento ecologista que surge en su isla natal a raíz de los despropósitos urbanísticos que comienzan en la década de los 70 del pasado siglo. Y se revela, en toda su contundencia, el Manrique del mitin y el altavoz, a pie de playa, parando la vorágine de tractores que amenazan el paraíso soñado mientras suenan canciones de trinchera.

El preludio del final, la repentina muerte del protagonista, ofrece al espectador una pieza de musical coral, a modo de réquiem. En el ambiente queda el mensaje, los personajes del teatro manriqueño apostados en las esquinas y un trasunto de leyenda mientras esculturas móviles de hierro siguen rotando con el viento. Todo llevado a escena por Israel Reyes junto a un elenco de medio centenar de actuantes isleños: bailarines, cantantes, actores, coro mixto y diez músicos en foso dirigidos musicalmente por Germán G. Arias.

Una obra de teatro musical cocinada a fuego lento donde suena el viento como epifanía. El viento, siempre el viento en la vida del Manrique real y del dibujado entre las líneas de este guión y sus caminos.  

Publicado en el suplemento cultural del Canarias7 el sábado, 21 de Septiembre de 2019. Fotografía de Miriam Cejas sobre escenografía de Carlos Santos, Teatro Pérez Galdós de Las Palmas.











					
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Homo Manrique

El viento, icono manriqueño, golpea inmisericorde la pulcra lengua de arena de Famara y se adentra en el mar para jugar frívolamente con las velas de los windsurferos llegados desde las cuatros esquinas del mundo. El acantilado, los callaos, La Caleta de casitas blancas y un horizonte de isla –esa porción de tierra rodeada de deseos-, siguen conservando el halo de aparente eternidad que está en el origen de todo lo que César quiso  construir.

Pero sobre esa raíz es tal la cantidad de vida vivida que acumula Manrique en estratos de información, en escenarios diversos, en procesos de creación, en personajes que circundan, vuelven o desaparecen del universo Manrique, que cualquier excavación científica sobre el personaje tropieza una y otra vez con la dificultad para entender esa transversalidad suya, tan incómoda a la observación  científica, siempre necesitada de explicaciones racionales.

Por eso posiblemente la fecha del centenario de su nacimiento hace aflorar testimonios aparentemente irreconciliables,  rastros de memoria sobre el personaje surgidos en primer lugar de la amistosa sociabilidad que el artista lanzaroteño poseía como rasgo distintivo de su epatante personalidad. El pueblo llano acoge con cierta indiferencia la polémica y se resiste a enterrar definitivamente al mito a pesar de la naturaleza frágil de los tiempos que corren, donde el usar y tirar es la norma establecida para las cosas, el amor y las ideas.

Y el mito resiste porque a su construcción desde el imaginario popular se pueden seguir añadiendo capas de información –reales o ficticias- que abundan en los peligros que nos rodean y que saltan de lo local a lo planetario : ¿Qué fue de la Arcadia perdida que eran las Islas?¿Estaremos abocados por siempre a la dependencia del turismo como fuente de riqueza? ¿Dónde encontraremos el necesario equilibrio entre desarrollo y sostenibilidad?¿La raza humana camina hacia su inevitable extinción?

Es sabido: Manrique propone como respuesta a todas esas preguntas una fiesta de los sentidos radicalmente vinculada a la participación de la Naturaleza como objeto de culto, como reflexión artística, como religión humana. No es necesario seguir su rastro en la abundante bibliografía escrita sobre su vida y obra, salvo que se quiera tener una exhaustiva radiografía de los detalles. Bastará con acceder a toda la iconografía visual fácilmente disponible –fotos, declaraciones, películas- y fijarse en su gestualidad, en los paisajes donde se retrata, en la vestimenta que usa, en los personajes que circundan al artista y que se prestan a ese juego de señales que César construye –creo que conscientemente- para el futuro.

Causa envidia imaginar el ambiente terriblemente “moderno” –adelantándose a lo “camp”, soslayando lo “cool”- con el que Manrique construye una década gloriosa de existencia que él hace comunal en su isla natal, a caballo entre los sesenta y setenta del  pasado siglo. Lanzarote era entonces puro silencio, una orfandad dispuesta a ser reseteada por las manos de un visionario.

César aguarda expectante, sin perder la esperanza de ser descubierto como el pintor que fue, mientras  sus obras civiles se llenan cada día de curiosos que imaginan al individuo que habitó aquel Paraíso terrenal; el primero de su singular especie, el Homo Manrique. Queda también el viento, golpeando la lengua de arena de Famara, aquella que un día sirvió de lienzo para un niño criado en aquella lejana orilla; un niño que hoy cumpliría cien años de existencia.

Publicado en La Provincia-Diario de Las Palmas el miércoles, 24 de Abril de 2019. Foto anónima.

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Sostiene Pereira, paisajes de ultramar

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En Portugal conviven algunos Pereiras famosos a propósito de lucir un apellido más o menos común en el listado de nombres antroponímicos del país. Curiosamente el más internacional, surgido de la fecundidad literaria de Antonio Tabucci en su más célebre novela, es un personaje de ficción, un periodista viudo y cardiópata que dirige las páginas de cultura en un periódico lisboeta durante el régimen salazarista.

En la música popular portuguesa que sobrevive más allá del, a veces, agobiante reinado del fado y sus acrónimos, la biografía profesional de Julio Fernando de Jesús Pereira – conocido como Julio Pereira en el mundo de la World Music– es un rarísimo caso de afortunados hallazgos y pequeñas joyas instrumentales que coronan una vida casi sacerdotal dedicada a las músicas de raíz.

Aunque sus inicios musicales están ligados a los ambientes rockeros de su Lisboa natal, su temprana colaboración con los conocidos “Cantores de Abril” (José Afonso, Fausto, Sergio Godinho y otros) lo acerca a un mundo sonoro del que nunca más se despegaría. Es con Zeca Afonso con quien ejercerá de director musical y productor desde 1978 y con quien establecerá, hasta el fallecimiento del autor de “Grándola, vila morena”, una comunión de ideas y amistad que lo marcará profundamente en su posterior y exitosa carrera como intérprete, compositor y productor.

Desde finales de la década de los 80 recopilábamos con admiración sus grabaciones discográficas a pesar de nuestra entonces distante insularidad, ajenos como estábamos aún a la conexión internaútica. Un día del verano del año 1995 nos plantamos sin avisar ante su casa, que era también su estudio, y de alguna manera lo convencimos para que produjera dos de nuestros discos. No fue fácil, a propósito del mundo cerrado y monacal en el que vive Pereira con sus músicas y sus instrumentos y de su perfeccionismo profesional.

Ayudaron algunas letras, como el Agüita Agüita, que escribimos para algunas de sus piezas instrumentales y que se hicieron también populares como canciones. A todo ello hay que sumar su fascinación por la voz de su amiga Olga Cerpa, a la que ha implicado en algunas de sus producciones discográficas. Pete Seeger, Chico Buarque, Carlos do Carmo, Dulce Pontes, Teresa Salgeiro o The Cheftains son algunos de los nombres con los que ha compartido complicidades musicales. Pero a mi modesto entender su trabajo de reivindicación del cavaquinho portugués, en un camino que acoge el origen tradicional de ese pequeño instrumento y lo empuja a su necesaria contemporaneidad sin merma de su esencia sonora, es uno de sus logros más fecundos.

De ese conocimiento surgió una idea que he intentado que se produjera durante muchos años y que no ha sido posible hasta hoy: la de emparejar a ese instrumento y nuestro timple, uno de sus primos, en una producción discográfica donde se estableciera un necesario diálogo común. El repertorio estaba escrito: las composiciones instrumentales de Pereira – un corpus ejemplar que subraya la importancia del instrumento sobre el repertorio a interpretar- esperaban a ser releídas con el timple.

Ese empeño me parecía necesario observando la que entiendo superflua deriva que a veces han tomado nuestros jóvenes intérpretes de nuestro instrumento más popular, utilizando repertorios y sonoridades más propias de lugares comunes del jazz que de la propia génesis del instrumento. Supongo que, en parte, es consecuencia de las excelentes capacidades técnicas de los timplistas de la nueva generación, expuestos muchos de ellos al síndrome jazzístico del “acorde perdido”. Siempre pensé que Pereira podría ser un buen ejemplo para indicar otro posible camino y solo faltaba un timplista que gustase al portugués por sus mañas para comprometerlos en un proyecto común.

Y es ahí donde aparece el ansia y el talento de Althay Páez, que a pesar de ser conocido y admirado desde hace años en los ambientes musicales del género, no había tenido oportunidad hasta hoy de enfrentarse a una grabación de estudio. Entre sus coetáneos es reconocido como un virtuoso del instrumento canario, tanto por sus capacidades técnicas como por el estado anímico al que lleva a su timple en sus interpretaciones en directo.

Nos parece que en él se reúnen acentos muy potentes relacionados con la tradición que, sin embargo, conviven con un ánimo de contemporaneidad singular en el panorama de las músicas instrumentales en Canarias. Sobre eso navega su primer disco, producido musicalmente por el Maestro portugués y artísticamente por nosotros, alentado por nuestra fe en ambos. Suena este disco a paisaje de ultramar, a lo que sostiene Pereira.

Publicado en el Pleamar de Canarias7 el sábado, 13 de Abril de 2019. Fotografía de Miriam Cejas

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Fina estampa

 

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En el patio del colegio las filas se arremolinaban cada mañana entre los gritos eufóricos de la muchachada, que se amansaba en cuanto sonaba sobre nuestras cabezas la disciplina del silbato del prefecto. En los laterales de algunas de las filas coincidíamos mayores y pequeños y, amén del desafecto generacional que nos producían aquellos pequeños de primaria a propósito de nuestra adolescencia gamberra, siempre me llamaban la atención unos gemelos, repeinados y formales, serios y atentos, atildados en sus corbatas de alumnos claretianos.

Así conocí a Paulino Montesdeoca, junto a su hermano Luis. Paulino me enseñaba algunas mañanas, en mitad de la formación y a distancia, su tesoro: los nuevos cromos de futbolistas que había adquirido en un estanco frente a la entrada del colegio que hacía el agosto con muchos de los alumnos, coleccionistas de estampas y comics. A mí, entonces ya con preocupaciones y deseos más carnales, me hacía gracia aquella ingenuidad infantil, que buscaba y encontraba complicidad entre las filas a través de una mirada limpia e ingenua, una de sus virtudes durante toda su vida.

Ya entonces, aún crío, era bueno y esa sustancia de nobleza se transpiraba en él con una naturalidad silente. Todo esto me lo recordó años más tarde, presentándose como aquel niño de los cromos, al pararse en un pasillo de la Casa-Palacio cabildicia en el que coincidimos una mañana. Me invitó a un café y me puso al día de su vida profesional: se hizo abogado siguiendo los pasos de su padre, había adquirido una plaza en el Consejo Insular de Aguas y comenzaba a ejercer como joven promesa del Partido Popular en nuestra isla natal.

Desde aquel encuentro, se hizo amigo en un tú a tú que salvó la distancia generacional sin ningún esfuerzo. Paulino era un caballero, en una acepción del término que hoy está en desuso por tanta falta de educación cívica. En esa virtud de ser y estar lo habían educado, pero tengo para mí que en su genética vivía un gen singular, comprensivo y generoso, que se remarcaba con una presencia física y gestual impecables. Lo remataba con un envidiable optimismo, con el que había superado pruebas muy duras en lo emocional, que contagiaba a los que tuvimos la suerte de tenerlo como cómplice.

Su paso por la política de partido, después de haber ejercido varios cargos públicos con notable éxito y con la proverbial prudencia que lo caracterizaba, no terminó bien a su pesar; el foro del Derecho en la isla recuperó un buen espada, pero perdió para las responsabilidades públicas un avalista de las buenas formas, de la moderación y del diálogo, tan necesario hoy entre adversarios políticos que persigan el bien común por encima de sus ideologías.

Siendo como éramos distantes en ideas y en los ambientes sociales en los que nos movíamos – con el conocimiento de su persona era posible entender una derecha liberal y civilizada, sin ánimo frentista y sin la moralina con la que en ocasiones se ve tentada en su discurso- era un placer encontrarlo por la calle Cano y compartir un rato de cháchara intentando arreglar el mundo.

Parecía Paulino el galán de una película en blanco y negro, atildado en su vestir, caminando las calles de la ciudad vieja y su original arteria comercial con las hechuras de la popular canción de Chabuca: “Fina estampa, caballero/ caballero de fina estampa…”. Descansa en paz, querido amigo.

Publicado en La Provincia-Diario de Las Palmas el jueves, 14 de Febrero de 2019. Foto anónima.

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Claudio en la Montaña

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Días atrás estrenó en su isla natal una contundente pieza de jazz, mirando a las estrellas con su saxo y pidiendo la bendición de Lester Young, John Coltrane y Charlie Parker. Fue en mitad de un colorista y vibrante concierto que la Banda Sinfónica Municipal de Las Palmas, dirigida con eficiente batuta por Daniel Abad, ofreció en Las Canteras; en la línea de la afortunada revolución musical con la que ha seducido Germán Arias – inquieto y ya imprescindible director artístico del combo municipal- a ese colectivo centenario y a la ciudadanía en estos últimos años.

A los talentos compositivos del músico firguense afincado en Barcelona Claudio Marrero se le unen una envidiable técnica con su instrumento –vibrato cálido, fraseo abierto, sonido voluminoso- y una actitud escénica de si mismo, de lo que interpreta y cómo lo interpreta, poco habitual en la escena canaria contemporánea. Esa desinhibición y convicción artística sobre su propia “singularidad” es, sin embargo, empática y se vuelca con naturalidad hacia el público ayudadas también por un físico de galán cool que no desentonaría en ninguna revista de moda.

Él quizás no lo sepa, pero Claudio es el arquetipo de una generación de músicos canarios que –ahora, sí- han nacido sin complejos, sin geografía limitante, sin miedos al mundo y sus mapas. Con una premisa común a buena parte todos ellos, si nos referimos a los que optaron por estudiar instrumentos de viento: sus inicios en la música hay que encontrarlos en esas benditas bandas que hace no más de cuatro decenios comenzaron a fraguarse en algunos pueblos del interior isleño.

Con la decidida y silenciosa vocación de sus maestros, compaginando la labor educacional con las procesiones religiosas de obligado cumplimiento, a veces zarandeadas económicamente por la incomprensión de concejales obtusos, las más afortunadas ayudadas por munícipes bondadosos que intuían de los réditos futuros de esa inversión cultural, las bandas de pueblo propiciaron que muchos chicos como el propio Claudio y tantos otros como él pudiesen acceder a sus estudios superiores de música en los conservatorios capitalinos con un bagaje de sacrificio y constancia que fue sustancial para el desarrollo de sus potencialidades.

También han tejido caminos de confluencias entre la Canarias rural y las urbes: aquella acomodada en sus costumbres ancestrales; la otra rugiendo en una incómoda espera a que las Islas se construyan desde la contemporaneidad sonora que le corresponde. A uno le inunda un orgullo comunitario cuando ve tanto talento musical saltando la valla, incapaz entonces de reconocerse en aquel pasado no tan lejano de los que fuimos y somos aficionados venidos a más.

Pero echar la vista atrás es recordar también el origen particular de algunas cosas que unen a los seres humanos a través de la sangre: abajo Firgas, con sus casitas blancas y su verdor de medianías. Y la Montaña, entonces virgen en casi toda su extensión salvo una casita oculta en la loma.

Más allá un sendero de tierra roja, la sombra impertinente de los eucaliptos, una parra que arrumaba la casa y un hombre viejo sentado bajo ella que te acariciaba con sus cansadas manos de campesino y te susurraba con amor del antiguo al oído: “¿Me quieres, prenda?”. Entonces uno recuerda que el origen de Claudio, saxofonista de jazz, se encuentra también arriba, en la Montaña, aquella perdida patria de la infancia.

Fotografía de Sebastián Domínguez.

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